Cupido es bipolar. Un día amanece de buenas y te endosa
alguna flecha benévola con fecha de caducidad. Pero hay días en que el muy
inestable no se toma su medicamento y te flecha con un dardo amargo que te hará
la vida miserable.
Todavía recuerdo algún día, no la fecha precisa, pero sí una
mañana de esas que parecen tan comunes y corrientes. Allá en el 91 era
un imberbe (de hecho aun no me sale la barba jaja) de primer grado, con mi
cabello relamido y mi uniforme impecable, formado en la fila de nuevo ingreso de
la Secundaria 59. Muy claro en mi memoria eidética es que yo estaba un poco
tenso porque así pasa el primer día de clases y no sabes qué clase de profesor o
de compañeros te tocarán durante todo un ciclo escolar o peor aun toda la
secundaria.
No sé si repasaba mentalmente mi lista de útiles o si escuchaba
las indicaciones que salían de los altavoces, pero entonces giré la vista a la
derecha y vi a la chica más linda que hasta entonces había observado en mi corta
existencia. Yo que sólo me interesaba por las caricaturas y los videojuegos,
entonces tuve ojos por primera vez para una chica. Ella tenía el cabello largo,
peinado magistralmente por una madre obsesiva (seguramente), un perfil que a mí
me pareció perfecto, pero sobre todo una hermosa sonrisa que me robo el corazón.
Y entonces me miró un instante con sus ojos aceitunados y profundos, y no pudo o
no quiso sonreírme solo a mi en ese momento, pero esa mirada fue suficiente para
hechizarme. A partir de entonces, si estaba en clase, si era el tiempo de
recreo, si estábamos en los honores a la bandera, si levantaba la mano, yo no
podía dejar de observarla furtivamente. Luego supe su nombre: Inés de la Fuente.
Y no sólo me gustaba, sino que la tendría cerca, porque éramos
los más aplicados y gracias a eso nos tocaba hacer trabajo de equipo y tareas
juntos. Y nos hicimos amigos o eso creía yo, mientras más me enamoraba de ella.
Y pudimos ser todo lo que ella quisiera, lo que me pidiera, porque yo estaba
seguro que estábamos hechos el uno para el otro. Y pasaron unos meses y
compartíamos algunas cosas, como ciertas canciones y pláticas cortas pero
gratificantes. Entonces comencé a mandarle cartas furtivas, poemitas melosos y
declaraciones cursis, aunque ella ignoraba quién era su enamorado secreto. Hasta
que se acercó febrero y uno que es un tonto ahí va con la mejor amiga a
preguntarle esas idioteces que no necesita un hombre: ¿crees que tu amiga
quiera andar conmigo?, ¿te ha dicho algo?, ¿le han gustado las cartas?.
Inseguro que es uno a esa edad, pues. Y entonces el pinche Cupido va y se pone
en tu contra. No, ni se te ocurra. A ella le gusta León Felipe. Es más, eres
un mentiroso, porque él es quien le manda las cartas. Yo misma le pregunté y él
me dijo que sí, la detesté cuando me respondió eso, en lugar de irme a
escupir a León Felipe por farsante. Y así supe por vez primera lo que era el
maldito desamor.
Que Inés Alejandra ignorara mis cortejos o que Cupido se
volviera mi enemigo, no fue tan dramático. Lo peor fue cuando me hicieron burla
las amigas de ella, que de por sí me caían gordas. Lero, lero, no te
quisieron porque eres un nerd cuatrojos, cuatrojos, cuatrojos, se rieron en
coro las muy tontas. Y yo sólo les aventé el agua de limón que llevaba en mi
pepsilindro de Tiny Toons. Y tuvieron entonces más motivos para odiarme. Y yo
las odié todo el tiempo, desde entonces. Así que no tuve otra opción que dejar
de hablarle a Inés y no volvimos a hacer equipo ni a compartir tareas. Si de por
sí ya destetaba mis gafas de aumento, a partir de ese día soñé con unos lentes
de contacto. Pero cuando no tienes opciones, es mejor que te vayas
acostumbrando. Y así tuve que hacerlo. Cupido y yo nunca nos entendimos, mejor
me concentré en otras cosas. Y fui un buen estudiante, deportista frustrado y un
amigo leal. Aunque nunca dejé de suspirar por otras chicas.
Y así fui creciendo, volviéndome un chaval algo tímido y sin
mayor gracia que escribir algunos poemitas decentes para que mis amigos
enamoraran más a sus novias. Hasta que tuve una novia, algo flaca y sin mayor
chiste, pero con mayor experiencia que este detractor de las cosas del corazón.
Y aprendí a besar con desesperación. Y hurgué debajo de algunas blusas,
ocultándonos de las farolas. Y acaricié terciopelos que algunas chicas me
ofrecieron. Y tuve uno que otro amor de esos que taladran, pero en general me
atormentó el desconcierto, porque Cupido es un tipo caprichoso al que le encanta
el bullying. En esos trances, entre besos y caricias, fui aprendiendo que las
letras enamoran y que la inteligencia es un buen afrodisiaco, que la poesía
atrae textualmente.
Es verdad, tuve más otoños que veranos, pero las letras me
han cobijado y la poesía me ha servido de resguardo en época de tormentas. No es
que reniegue del amor, sería muy necio, pero ya he comprendido que Cupido es
bipolar y le encanta estar chingando. Así que prefiero que el deseo sea más
intenso que las cartas de amor. Todavía uso gafas, aún soy un cuatro ojos ahora
por lentes de sol, pero esta mirada alerta ya no se entusiasma con cualquier
primavera. Algo habré aprendido, porque ya no escribo poemas que rebosen
optimismo y prefiero lanzar flechas que no compitan con las de Cupido.
