En agosto de 1999 conocí a Jazmín, una niña mixteca de la montaña de Guerrero que entonces tenía 10 años de edad y cinco de no soportar la luz. Pocas cosas me han impactado tanto como ver su menudita figura estrellando su cabeza contra el muro de una choza, en un acto desesperado por el ardor de los ojos. Alberta, su madre me contó que no podía dejar a sus siete hijos para llevarla al hospital más cercano, en Tlapa, a seis horas de su casa. Así que Jazmín era una niña condenada a quedar ciega por desnutrición.
Me entrevisté con el entonces Director de Programas Sociales de SeDeSol, Cuauhtémoc Sánchez Osio, quien me presumió el nuevo software para “hacer juegos estadísticos” con el que se podría, por fin, acabar con la pobreza. Cuando le conté de Jazmín y otras historias de la montaña tuve una respuesta memorable: “la suma de las anécdotas no es igual a la totalidad de la realidad”.
En los días pasados ha habido información importante sobre la pobreza. El INEGI reveló que en los últimos dos años, la población más pobre del país perdió 8% de sus ingresos reales y el Coneval –instancia que mide la pobreza concluyó que el país regresó a los niveles anteriores de 2005, cuando la administración de Vicente Fox anunció con bombo y platillo que 5 millones de personas habían dejado la pobreza alimentaria.
El gobierno ha caído en su propia trampa. Al dividir la pobreza en tres categorías –la de gente que no tiene para comer, la que no puede cubrir sus necesidades de salud y educación, y la que no puede cubrir sus necesidades de vivienda, vestido y transporte– sólo separó un problema que es el mismo: la pobreza. La diferencia entre cada categoría es de 3.50 pesos diarios.
Mientras los responsables de las políticas públicas no vean la pobreza como un asunto de personas, sino de estadísticas, los números se perderán con igual facilidad.
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