En la llamada Semana Mayor, año con año en diversas partes del mundo se lleva a efecto la representación del sufrimiento, muerte y resurrección de Cristo. Sin duda de las escenificaciones de mayor trascendencia es la de la delegación Iztapalapa que este año cumple 167 años de mantener viva la tradición.
Esta costumbre nace en 1833 cuando el pueblo de Iztapalapa fue azotado por la epidemia del cólera morbus, ocasionando una gran mortandad entre sus pobladores; el espanto y la desesperación los llevaron a realizar una procesión de jóvenes y niños al Santuario del Señor de la Cuevita, para pedir su protección y el cese de esta calamidad; la súplica fue escuchada por la santa efigie y frente a ese prodigio los iztapalapenses prometieron repetir año con año esta procesión, pero no fue sino hasta el año de 1843 cuando dieron cumplimiento al exvoto.
Al pasar los años, esta representación fue creciendo y despertando mayor interés: los medios de comunicación iniciaron su cobertura, ofreciéndonos imágenes y reseñas, lo que ha permitido conocer mejor su desarrollo. La Representación de la Pasión y Muerte de Jesús, que se realizó en 1920 en Iztapalapa, fue descrita en un artículo publicado en un diario de circulación nacional, siendo de las referencias más antiguas que he logrado encontrar y que ahora transcribo para ustedes:
El Simulacro del Drama del Calvario hecho en Ixtapalapa
Los asombrosos ojos de las quince mil personas que de México se trasladaron ayer a Ixtapalapa para presenciar las ceremonias profano-religiosas del Viernes Santo tuvieron durante tres horas la visión evocadora de los simulacros con que los frailes del siglo XVI ilustraron a los neófitos de la religión católica sobre los misterios que preconiza la Iglesia.
La reconstrucción de los últimos momentos de Jesús, los incidentes todos de su prisión y muerte, la reencarnación de los personajes que en la Pasión del Redentor intervinieron, toda una resurrección histórica en la que no se perdió ningún detalle de importancia: tal fue lo que presenciaron ayer los visitantes de Ixtapalapa, la ciudad prehispánica que cuenta entre sus glorias la de haber sido regida por el indómito Cuitláhuac, insigne héroe de la Noche Triste.
Los indios de Ixtapalapa conservan admirablemente las tradiciones que crearan entre ellos sus evangelizadores. Al observar la indumentaria con que se revistieron para las ceremonias de ayer, sus estandartes, la decoración de sus jubones, sus enseñas, sus tributos y todo el carácter de su actuación, no pudimos menos que recordar los autos sacramentales con que los misioneros que introdujeron en la Nueva España la fe de Cristo, enseñaban objetivamente a los naturales los más notables pasajes bíblicos, para dejar en sus memorias perennemente grabados los hechos milagrosos y extraordinarios que prepararon y acompañaron el advenimiento del Salvador.
UNA COSTUMBRE QUE ESTÁ A PUNTO DE PERDERSE
Ixtapalapa es por ahora la única población del Distrito Federal y acaso del Valle de México, donde anualmente se efectúa el simulacro de la Pasión de Cristo.
Las autoridades, poniéndose en un justo medio han sabido cohonestar (sic) el espíritu; y la letra de las leyes con las costumbres y las tradiciones de los indios, y de tal modo estos pueden, sin violar ninguna disposición legal, representar las escenas conmovedoras que recuerda la Iglesia Católica en esta semana.
Los sacerdotes, y los indios por su parte, han sabido comprender que los autos del culto sólo deben efectuarse dentro del recinto de los templos y es así como en el exterior de ellos no hacen intervenir imágenes ni objetos algunos que puedan tomarse como pretextos para calificar de ceremonia religiosa por más que para ellos si lo es, el simulacro que con tanto entusiasmo hacen. Los demás pueblos de Distrito Federal, por mil motivos que no es el caso analizar, han perdido la costumbre que conserva el de Ixtapalapa. En consecuencia sólo en este puede observarse esta persistencia de los usos coloniales.
UN EJÉRCITO DE SAYONES
Poco antes de las doce del día de ayer, un ejército de “sayones” montados en briosos caballos se desprendió del montículo del Santuario, distante un kilómetro del centro de Ixtapalapa, para dirigirse por las principales calles de la población al atrio de la parroquia de ésta.
El espectáculo que la comitiva ofrecía era magnífico y vistoso. A lo lejos la riqueza de colores deslumbraba y atraía, y ya de cerca, no bastaba el tiempo para detener la mirada sobre cada uno de los disímbolos ropajes de los jinetes.
De buenas a primeras, lo que llamaba la atención era la magnífica lámina de los caballos. Todos de gran alzada, de fino pelaje y de incontenible brío, venían por las calles haciendo alarde de su fuerza y de su juventud. Cual se paran en sus dos patas traseras en tanto que con las delanteras parecían buscar apoyo en el espacio: cual se revolvía sobre sí mismo como si fuera educado para exhibirse en las pistas de un circo, cual se lanzaba veloz para sentarse intempestivamente poniendo en peligro la estabilidad del jinete; cual se detenía (sic ) majestuoso, piafando como si estuviera en presencia de una incógnita castellana al pie de un castillo medieval, y cual, por ultimo, marchaba serena y pausadamente como orgulloso de llevar sobre sus lomos al mismísimo Caifás o al célebre Poncio Pilatos.
Completaba lo pintoresco del desfile, el adorno de los corceles, cubiertos por gualdrapas de vivos colores, confeccionadas en telas de valor, flores las más delicadas ornaban sus orejas, su crin y su cola, los demás orneaba (sic) correspondían en lujo y brillantez al vestuario de los caballeros.
UNA PROCESIÓN HISTÓRICA
Abría la comitiva una banda de clarines y pistones que tocaban la marcha dragona de nuestro ejército. Y este fue el anacronismo que más lamentamos. ¡Cuanto más hubiéramos deseado que como anacronismo también, pero más encajado en la tradición indígena, hubiera sido la chirimía, el teponaxtle y el huehuetl los que lanzaran al aire sus melancólicos sonidos!
Poncio Pilatos empuñando una enseña, en lo alto de la cual se ostentaban las iniciales de la divina romana, “S.P.Q.R.” encabezaba la columna. Cubierta la cabeza con un brillante casco blanco cuya visera calada caía sobre la faz, que todavía se ocultaba bajo un velo verde, revestido el busto con un jubón verde y rojo, sobre el que flotaban airosas las alas de una pequeña capa bordada, y enfundadas las piernas en un calzón de terciopelo azul sobre cuyas extremidades inferiores se entretejían las cintas de unas sandalias romanas, el Procurador de Judea marchaba sobre su inquieto caballo con toda la solemnidad de su cargo.
De larga barba blanca y tocado con un birrete semejante al de los grandes sacerdotes hebreos, Caifás hacia compañía a Poncio Pilatos. Herodes de barba negra y semblante adusto, llevando en la mano derecha un estandarte de lajas moradas y azules, completaba el terno de los principales personajes.
Entre los cincuenta jinetes que formaban el séquito, seguramente había muchos que tenían una representación especial; la reserva de los indios por una parte y la brevedad del tiempo por otra, nos hizo difícil la identificación. Sólo pudimos reconocer al César sobre cuyas sienes descansaba una corona de laurel; a los Tres Reyes Magos con sus características de color; a un representante de Castilla, en cuyo jubón aparecían admirablemente bordadas las armas del reino de doña Isabel La Católica; a un representante de México, tal vez, que portaba con orgullo la bandera de nuestra patria, y a un Sumo Pontífice que, por su indumentaria, recordaba a los papas de la edad media.
Los demás caballeros rivalizaban por la riqueza de sus trajes; no se piense que éstos fueron fabricados sobre las telas corrientes, no sedas y rasos, felpas y terciopelos, servían de materia prima a los jubones y a los calzones, botas o polainas auténticas calzaban los jinetes, y cascos, si no legítimos, sí bien presentados, ora de víscera y barbada o bien de estilo alemán, con el águila mexicana en bajo relieve sobre su parte anterior, los abrigaban de los rayos del sol. Muchos de ellos se ocultaban bajo velos verdes, y todos los caballeros completaban su indumentaria con esclavinas galoneadas; portaban, ya lanzas floridas, ya enseñas romanas, ya tablillas con las iníciales “N.P.”, ora la esponja de la pasión, o bien banderas y gallardetes. Otros finalmente, blandían sables o hacían flotar banderas de todos colores.
Si en por menor, como se ve, la comitiva era pintoresca e interesante, en conjunto era sugestiva, atrayente e impresionante. Para los que amen las cosas del pasado esta procesión era evocadora.
LA APREHENSIÓN Y PROCESO DE JESÚS
Llegada la columna al atrio de la parroquia, se tendió en una doble fila frente a la entrada principal del templo, a cuyo lado izquierdo se había levantado un templete para que se instalara el tribunal que había de juzgar al Nazareno.
Aquí, debemos advertir a los lectores que en el curso del proceso de Jesús hubo grandes anacronismos y lamentables confusiones de personas. Pero eso no importa. Sentados frente a una mesa, en el citado templete, Herodes, Caifás, el Sumo Pontífice y otros personajes. En tanto que los clarines tocaban puntos de atención y la marcha dragona, la imagen de Cristo, conducida en andas, y acompañada por la Dolorosa y otras, fue llevada desde sus altares hasta el cancel de la parroquia, sin traspasar los umbrales, para presenciar desde ahí las escenas de la Pasión. En medio de la doble fila de judíos o sayones, otros jinetes hacían caracolear sus caballos y Poncio Pilatos corría sin cesar gritando no sabemos qué.
Al fin Jesús, representado por un niño de siete u ocho años de edad, revestido con una túnica morada y en cuyo pos marchaba la Virgen María, una niña de la misma edad, con largo manto compareció ante el tribunal.
Los sayones y fariseos depusieron en contra del Mesías, los Jueces deliberaron secretamente y el resultado del consejo se vio palpable en seguida. El niño que representaba a Jesús fue atado a una columna y los verdugos simularon dejar caer sobre su fatigado cuerpo los azotes con que se iniciaba su martirio. Luego la corona de espinas fu colocada sobre su cabeza, y en esta actitud y con las manos cruzadas por la espalda fue expuesto a la pública curiosidad. ¡Barrabás, Barrabás!, gritaron los sayones, poniendo en movimiento a sus cabalgaduras y entonces Poncio Pilatos solemnemente se lavó las manos para descargar su conciencia de la tremenda responsabilidad.
LA SENTENCIA DEL REDENTOR
Tomó luego pluma y papel y extendió la sentencia fatal. Un centurión acercase a caballo a la mesa del tribunal y extendió su enseña de madera para que sobre ella fuese fijado el documento. Y picando espuelas a su caballo se lanzó entre la doble valla, y yendo y viniendo constantemente, para gritar en voz en cuello el texto de la sentencia:
“Yo Poncio Pilatos,
hago saber
que Jesús de Nazareth
llamado el Mesías
ha sido acusado
de predicar y obrar
contra las autoridades.
Por tanto, los Sumos Pontífices
y los Sacerdotes de Israel,
lo han condenado a morir,
crucificado en el Calvario
entre dos ladrones
y cargará su cruz.
Por voz de pregonero
esto se hace saber…”
Las palabras aisladas que recogimos del centurión, cada vez que a carrera abierta pasaba frente a nosotros, nos dan la anterior reconstrucción de la sentencia.
La banda de clarines ejecutó la marcha de dragones otra vez, el tribunal se disolvió y sayones y público fueron a organizar la procesión de las Tres Caídas.
LA ÚLTIMA FASE DE LA CEREMONIA PROFANA
Entretanto que los componentes de la columna se ponían en orden, los fiscales de la iglesia echaban sobre sus hombros la pesada cruz en que había de ser colocada la imagen de Cristo. Esa cruz tenía unos cuatro metros de altura y unos treinta centímetros de diámetro. Cubierta con paños rojos y también conducida en hombros de dos fiscales, la estatua de Jesús fue trasladada a la Iglesia del Santuario.
La procesión partió para este templo cerca de las tres de la tarde. Los sayones, entre los cuales ya pudimos ver a algunos uniformados como los antiguos gendarmes del ejército, marchaban en doble fila; a la mitad de la columna iba el niño representante de Jesús, seguido por la niña que simulaba ser la Virgen María.
Con una cuerda arrollada al cuello, de la cual tiraban los verdugos, iba el Mártir del Gólgota. Sobre sus sienes la corona de espinas todavía descansaba. Las manos continuaban atadas. La Virgen lloraba…
Rodeaban a la Divina Victima, verdugos y soldados. Unos llevaban la esponja simbólica, otros la lanza sangrienta, otros nuevas dotaciones de espinas, otros los clavos, y otros el cendal.
El Pregonero iba y regresaba, repitiendo en alta voz la sentencia. Los caballeros principales hacían que sus corceles ejecutaran piruetas para lucir sus habilidades. La música tocaba la marcha dragona.
Así llego la comitiva al santuario que, como hemos dicho, se alza sobre un montículo no muy lejano. Frente a su entrada la columna se disolvió y entonces comenzó la ceremonia propiamente religiosa, sin intervención ya de los actores del simulacro o con una intervención muy discreta. Los sermones de Las Tres Caídas y de las Siete Palabras, del descendimiento y del pésame conmovieron a los concurrentes.
COMPLEMENTARIAS
Hasta hace pocos años la reconstrucción y representación del proceso del Redentor, se hacían en otra forma. En lugar del niño que hoy representa a Jesús, la imagen de éste comparecía ante el tribunal, recibía los azotes simulados, era coronada de espinas, se le conducía en procesión al Santuario y se detenía en capillas al aire libre para figurar las Tres Caídas.
Los papeles de Poncio Pilatos, Herodes, Caifás, etc. y los de sayones son representados por los vecinos más ricos de la población, quienes en algunas semanas de anterioridad ensayan el acto que ayer vimos.
La cantidad de gente que de la capital se traslada a Ixtapalapa puede estimar en unas quince mil personas. Los trenes que salían cada cuatro minutos de la Plaza de Armas fueron insuficientes para contener a los viajeros. Todavía a las tres y media de la tarde llegaban repletos hasta el último espacio de los escalones de las plataformas. En la carretera quedaron más de diez automóviles incapacitados para continuar la marcha por los desperfectos que sufrieron”.
Hasta aquí la crónica anónima publicada en 1920.
Silvia Zugarazo Sánchez, Cronista de Iztapalapa
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