La vox populi solía decir que “la revolución, como Cronos, se comió a sus hijos”. La lucha armada comenzada en 1910, por momentos llegó a perder su verdadero sentido político y social, para dar paso tan sólo a las ambiciones personales. Lo que debía ser un medio se convirtió en un fin: el poder.
La Ciudad de México fue testigo del lento desgarramiento interno que sufrió la revolución hasta su definitiva escisión en 1914. Sus habitantes pudieron apreciarlo y lo padecieron. La capital del país, que durante el siglo XIX había sido intocable por lo que representaba, se volvió víctima y corresponsable de algunos hechos de triste memoria en la historia mexicana como aclamar a los asesinos de Madero. De ese modo, los caudillos que victoriosos desfilaron por sus principales calles buscaron desagraviar a la nación entera, castigando a la ciudad capital de distintos modos.
El día que Madero entró, hasta la tierra tembló
No se recordaba otra manifestación tan espontánea y tumultuosa desde la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en 1821. En tan sólo seis meses, la revolución acaudillada por Francisco I. Madero había logrado derrocar a un régimen que tenía más de tres décadas de permanecer en el poder.

La gente se volcó a las calles el 7 de junio de 1911 para recibir al jefe de la revolución triunfante, Francisco I. Madero
Aun para los escépticos era innegable el carisma del “chaparrito” jefe de la revolución. Ese 7 de junio de 1911, día en que debía llegar a la Ciudad de México, un terrible terremoto azotó a la capital produciendo severos daños y muchas víctimas. Pronto comenzó a circular un verso por las calles metropolitanas: “el día que Madero llegó, hasta la tierra tembló”. Nada eclipsó la entrada triunfal de Madero:
…las muchedumbres permanecieron bulliciosas y jubilosas para ver al apóstol –escribió Stanley Ross-. La estación y las calles entre ésta y el Palacio Nacional estaban colmadas por el gentío. Cada lugar ventajoso a lo largo de la ruta, incluyendo los techos de las casas y las estatuas del Paseo de la Reforma, estaba ocupado por la avasalladora masa humana. Finalmente, poco después del medio día, el tren llegó a la estación. Las campanas de la Catedral y de noventa iglesias tañían el alegre mensaje de la llegada del héroe civil. Sonaban las sirenas de las fábricas, y los silbidos de las locomotoras. Parecía que los íntimos sentimientos de un pueblo entero se habían desencadenado en un explosivo momento de emoción.
Ese día marcó el final del siglo XIX mexicano y su lento andar hacia el XX. Cronistas, escritores y periodistas dieron cuenta de la espontánea y multitudinaria recepción que los habitantes de la ciudad de México brindaron a Madero, pero la mayor parte sólo vieron la forma, pocos percibieron la trascendencia histórica del momento, uno de ellos fue José Vasconcelos:
Madero entró a la capital… con apoteosis de un vencedor despojado de ejércitos: ídolo guía de su pueblo. Medio millón de habitantes sistemáticamente vejados por la autoridad saboreó, aquel día el júbilo de ser libre. Paseaban algunos cantando por primera vez, en plena calle, espantando el silencio de los siglos de desconfianza y pavor. El Caballito, viejo símbolo de la tiranía antigua, se cubrió de muchachos desde el pedestal hasta los hombros del rey olvidado. Manos infantiles acariciaron el cetro, como si por fin la autoridad se hubiese vuelto servicio humano y no atropello de bandoleros afortunados. Las campanas de la Catedral, las de la Profesa, las de noventa templos repicaron el triunfo del Dios bueno. Por una vez en tanto tiempo, caía destronado Huitzilopoxtli, el sanguinario. Tras de larga condena de todo un siglo de mala historia, una nueva etapa inspirada en el amor cristiano iniciaba su regocijo, prometía bienandanzas. Por primera vez, la vieja Anáhuac aclamaba a un héroe cuyo signo de victoria era la libertad, y su propósito no la venganza sino la unión.
Con el viejo dictador lejos del país la opción era evidente: todos con el vencedor. Días antes al arribo de Madero, los diarios capitalinos dispusieron cambiar el tenor de sus notas: los reporteros cubrieron minuciosamente el recorrido del jefe de la revolución rumbo a la capital y su paso triunfal por ciudades y pueblos; ya nadie recordaba que meses antes llegó a decirse que la lucha de Madero era “la de un microbio contra un elefante”.
Los anuncios hicieron eco del esperado momento del que nadie quería permanecer al margen. Los dueños del comercio La Maleta Social anunciaron: “Madero. Para recibir a este ilustre caudillo tenemos a disposición del público 100,000 banderas de la Paz, sus precios fluctúan entre ocho y veinticinco centavos. Los buenos mexicanos. Para la recepción a tan ilustre caudillo no deben prescindir de una de estas banderas, su precio es insignificante y bien merece este pequeño esfuerzo”. Y bien valía la pena adquirir una: sobre un fondo blanco, la imagen del jefe de la revolución rodeado de dos laureles y con la leyenda “Paz. Viva el gran libertador de México Don Francisco I. Madero, noviembre 19, 1910–mayo 25, 1911”.
Esta misma multitud que mostraba su entrega total al “apóstol de la democracia”, sellaría su destino dos años después frente a los revolucionarios norteños, al permanecer impasible ante los arteros asesinatos de Madero y Pino Suárez. Más aún, los habitantes de la Ciudad de México se atrevieron a vitorear a Félix Díaz y a Victoriano Huerta durante el desfile que se organizó una vez consumado el golpe de Estado.
Los caudillos revolucionarios no perdonarían a la Ciudad de México tan oprobiosa actitud. Pero entre ellos existía además un sentimiento de rechazo hacia la capital, hacia la centralización. La mayoría de los caudillos eran originarios de los estados de Sonora, Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua, Durango o Coahuila.
Salvo en el terreno político, en el cual no había más voluntad que la del gran elector Porfirio Díaz, en otros ámbitos de su vida cotidiana, los estados norteños -algunos más desarrollados que otros- habían aprendido a contar con sus propios recursos y esfuerzos, y por momentos desarrollaron cierta autonomía frente al poder central. La Ciudad de México representaba lo contrario. Era la antítesis. Por ello, al sobrevenir las ocupaciones revolucionarias de 1914 y 1915, la capital tenía que responder por dos cargos: el asesinato de Madero y la excesiva centralización que definitivamente había trastocado la vida política de los norteños.
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