Es absurdo creer que las cosas serán distintas haciendo lo mismo. Esa antilógica es la que prevalece en los pocos gobiernos, como el mexicano, que persisten en el dogma de que el mercado se regula por sí solo. Los mal llamados neoliberales, que más bien tendrían que ser tildados de neoconservadores, creen que la generación de riqueza, aunque esté mal distribuida, tarde o temprano derramará sus beneficios sobre los estratos sociales menos favorecidos. Y eso, como lo hemos podido comprobar durante el último cuarto de siglo, es una falacia.
Menos Estado y más mercado, fue la consigna de principios de los años 80. La revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan resultó, con el tiempo, un auténtico fi asco que ha llevado a la pobreza a millones de personas en los países subdesarrollados.
En México, por ejemplo, la Constitución de 1917 recogió en su articulado los principales anhelos de aquellos que tomaron las armas para hacer de su país un lugar más justo y equitativo. Por ley, el Estado tenía la obligación de tutelar a los débiles sobre los poderosos, porque entendía que sólo así podía equilibrar a los factores de producción. Partía de un principio básico: no puede haber igualdad entre desiguales. Este precepto podía observarse con nitidez en los ámbitos laboral y agrario.
Las cosas empezaron a cambiar durante la administración de Miguel de la Madrid (82-88), aunque fue Carlos Salinas, en el siguiente sexenio, el que rebasó todos los límites. La política económica del régimen, cuya bandera principal fue el libre mercado, llevó a la ruina a millones de medianos y pequeños empresarios y afectó todo el tejido social. Desde entonces las élites se han reciclado a sí mismas, sin dar oportunidad de crecimiento a las clases bajas y medias.
La movilidad social prácticamente se canceló, a menos que ese segmento de mexicanos con aspiraciones e instrucción, opte por la emigración. Esta realidad afectó la estabilidad y la paz del país, y envió a hordas de jóvenes sin futuro a manos de la delincuencia organizada. Los neoconservadores se han resistido a reconocer que la violencia crece y se desborda en los lugares como México, dónde el Estado ha sido incapaz de brindar a sus nuevas generaciones educación, salud, vivienda y empleos.
Salinas puso a competir a los desiguales. El Estado dejó solos a los productores mexicanos que, en poco tiempo, fueron barridos por poderosas trasnacionales. Los antiguos propietarios hoy son empleados o peones. Lo peor de todo es que, en varios casos, la competencia fue desleal: mientras que en México se eliminaba toda clase de subsidios al campo, en Estados Unidos hacían exactamente lo contrario
El problema es el modelo económico vigente en nuestro país, que le fue impuesto desde el exterior. Ese es el tema prioritario que debería estar tratando Felipe Calderón con Barack Obama y Stephen Herper, no el asunto de la seguridad. La violencia, hay que repetirlo cuantas veces sea necesario, es consecuencia de la falta de empleos y no se solucionará con más violencia. El norteamericano y el canadiense lo saben perfectamente, pero mientras el mexicano se siga conduciendo como guardián del patio trasero de Estados Unidos, ellos continuarán insistiendo en esa ruta.
Menos Estado y más mercado, fue la consigna de principios de los años 80. La revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan resultó, con el tiempo, un auténtico fi asco que ha llevado a la pobreza a millones de personas en los países subdesarrollados.
En México, por ejemplo, la Constitución de 1917 recogió en su articulado los principales anhelos de aquellos que tomaron las armas para hacer de su país un lugar más justo y equitativo. Por ley, el Estado tenía la obligación de tutelar a los débiles sobre los poderosos, porque entendía que sólo así podía equilibrar a los factores de producción. Partía de un principio básico: no puede haber igualdad entre desiguales. Este precepto podía observarse con nitidez en los ámbitos laboral y agrario.
Las cosas empezaron a cambiar durante la administración de Miguel de la Madrid (82-88), aunque fue Carlos Salinas, en el siguiente sexenio, el que rebasó todos los límites. La política económica del régimen, cuya bandera principal fue el libre mercado, llevó a la ruina a millones de medianos y pequeños empresarios y afectó todo el tejido social. Desde entonces las élites se han reciclado a sí mismas, sin dar oportunidad de crecimiento a las clases bajas y medias.
La movilidad social prácticamente se canceló, a menos que ese segmento de mexicanos con aspiraciones e instrucción, opte por la emigración. Esta realidad afectó la estabilidad y la paz del país, y envió a hordas de jóvenes sin futuro a manos de la delincuencia organizada. Los neoconservadores se han resistido a reconocer que la violencia crece y se desborda en los lugares como México, dónde el Estado ha sido incapaz de brindar a sus nuevas generaciones educación, salud, vivienda y empleos.
Salinas puso a competir a los desiguales. El Estado dejó solos a los productores mexicanos que, en poco tiempo, fueron barridos por poderosas trasnacionales. Los antiguos propietarios hoy son empleados o peones. Lo peor de todo es que, en varios casos, la competencia fue desleal: mientras que en México se eliminaba toda clase de subsidios al campo, en Estados Unidos hacían exactamente lo contrario
El problema es el modelo económico vigente en nuestro país, que le fue impuesto desde el exterior. Ese es el tema prioritario que debería estar tratando Felipe Calderón con Barack Obama y Stephen Herper, no el asunto de la seguridad. La violencia, hay que repetirlo cuantas veces sea necesario, es consecuencia de la falta de empleos y no se solucionará con más violencia. El norteamericano y el canadiense lo saben perfectamente, pero mientras el mexicano se siga conduciendo como guardián del patio trasero de Estados Unidos, ellos continuarán insistiendo en esa ruta.
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