Aunque el desarrollo de los partidos está estrechamente ligado al de la democracia, resulta que su estructura y organización interna no lo es. Y es que los jefes tienden a formar una clase dirigente aislada de los militantes. Consecuentemente, se convierten en una casta cerrada y centrada en sí misma.
En la medida que los dirigentes son elegidos por sus bases, la oligarquía del partido se amplía, pues la elección la hacen sus miembros, adherentes o simpatizantes, pero no los ciudadanos que le dan su voto a la organización en los comicios generales.
¿Esto es anómalo? Para nada. Todo gobierno, así sea el de un partido político, es por defi nición autocrático y oligárquico. Implica necesariamente el dominio de un pequeño número sobre la mayoría. Rousseau lo vio con claridad en su Contrato Social: “Tomando el término en el rigor de la acepción, jamás ha existido verdadera democracia y jamás existirá. Va contra el orden natural que el mayor número gobierne y que el menor número sea gobernado”.
En todo caso, la democracia está más vinculada con la libertad, que no es la de los privilegiados por nacimiento o fortuna, sino la que supone un mayor nivel de vida y una mejor educación. Las libertades políticas y sociales son más sólidas en los países de mayor desarrollo económico. Coincidentemente, es en estas naciones en donde el régimen de partidos es más sólido.
En cambio, en los países subdesarrollados y de baja cultura democrática, los partidos políticos se convierten en simples facciones rivales que se disputan el poder, “utilizando las votaciones –en palabras de Duverger—como una blanda pasta que se amasa al gusto: la corrupción se desarrolla y las clases privilegiadas aprovechan el sistema para eternizar su dominio”. Tal cual ocurre en México. Hace más de medio siglo el académico francés planteaba un par de interrogantes: ¿Estaría mejor representada la opinión si los candidatos se enfrentaran individualmente a los electores, sin que éstos pudieran conocer realmente las tendencias de aquéllos? ¿Estaría mejor preservada la libertad si el gobierno no encontrara ante sí más que individuos aislados, es decir, no coaligados en formaciones políticas?
La respuesta a ambas preguntas es no. Un régimen sin partidos es, necesariamente, un sistema conservador. En el siglo XIX, las agrupaciones políticas respondían a intereses privados, económicos y fi nancieros, pero después tuvieron que tomar en cuenta a las masas. De hecho, cuando éstas empiezan a participar de manera activa en la vida política es cuando nacen propiamente los partidos, ya que crean el marco necesario para reclutar entre ellas a su propia élite.
La democracia no está amenazada por el régimen de partidos, sino por sus estructuras y liderazgos. Eso es lo que hay que cambiar. Ahí está el quid del asunto.
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